Archivo de la categoría: Más miedo que el carracuco

El Diablo y TBO

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Ni Frankesteines, ni vampiros, ni momias ni lobisomes: del panteón del horror la más española de todas las criaturas es el demonio de cuernos, rabo y patas de cabra. No podía ser menos en esta tierra asolada por veinte siglos de catolicismo riguroso. Miedo de sotana y sacristía, del que remueve las entretelas y ofrece lección moral, tal es la celtibérica costumbre. Traigo hoy un temprano tebeo de terror facturado a comienzos de los años veinte por un autor a quien no consigo identificar, donde campa el demonio a sus anchas en una historia de pactos y almas perdidas de aquellas tan nuestras. La primera ocasión, tal vez, en que Satanás asoma a la viñeta nacional. Entera se la voy a dejar para que la lean les guste o no, que obligado es conocer de verdad las raíces. Más que nada para que luego no vengan demagogos que les inventen otras más a su gusto…  

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Caperucita y el Hombre Lobo

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¡Menudo regalazo les traigo hoy para inaugurar como quien dice la temporada! ¡Nada menos que una hermosísima versión de ese clásico de los cuentos de horror que es Caperucita Roja, enterita de cabo a rabo para que no se quejen! Recréense con el exquisito trazo del genio Asha, su autor, un exquisito y muy escurridizo dibujante de los años veinte y treinta, al parecer de origen belga, que se prodigó en publicaciones para niños en la España de la Dictablanda y del que parece imposible averiguar casi cualquier cosa… ¡Y mira que me gustaría…! 

Barroco, amigo del disparate, amante del absurdo y el exceso, la suya es versión cruda, perversa por los cuatro costados y sin embustero final feliz: léanla atentamente, vean a ese Hombre Lobo pedófilo y bestial, contemplen a las locas parientes de esta Caperucita de trasfondo erótico y cruel, de aquellos que perturban bajo su aparente candidez. Un relato en que el protagonismo lo detenta un Lobo babeante de hambre y lujuria, colmillo presto y cuchillo en mano, suerte de Lolita y Jack el Destripador que culmina en una de las páginas más feroces que háyanse ilustrado nunca para la infancia… Vengan y estremézcanse…

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The Drums of Jeopardy

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THE DRUMS OF JEOPARDY. Director: George B. Seitz. Con Warner Oland, Mischa Auer, Clara Blandick, June Collyer. USA, 1931

Anda el ojo tan acostumbrado a catar fotograma que a menudo nada más empezar un filme ya sabe él solito si la experiencia va a merecer la pena. Aparece tras preciosos títulos de crédito un señor entre erlenmeyers y probetas, respirando vapores mefíticos, ataviado de lucida máscara de gas e instalado entre potentes aparatos de los que dan  chispazos y arcos góticos de los que tanto gusta cualquier científico que se precie: siendo como es de los años treinta, con semejante comienzo la película NUNCA puede ser mala!

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Si además el rostro tras la máscara pertenece a Warner Oland, aquel emigrante sueco llegado a Norteamérica para vivir existencia de chino impostando a Fu Manchú o Charlie Chan, el interés del cinéfago está más que asegurado. No digamos cuando la cámara nos revela que el nombre del personaje es nada menos que Boris Karlov!!… un adicto como yo al cine de penumbra y telaraña no puede sino estremecerse de puro gusto.

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Vive el buen doctor Karlov en la Rusia presoviética, y esa es la raíz de sus males: su cándida hija es burlada por un aristócrata calavera, lo que le conduce al suicidio. Karlov, muy enfadado como es natural, jura venganza sobre el culpable; como no sabe exactamente quién es, uno a uno irán muriendo todos los hombres del clan enemigo. Le ayuda en tal menester una maldición familiar de aquellas que solo las clases altas pueden permitirse, relacionada con las cuentas de un collar que señalan cada uno de los asesinatos. Plebeyos contra privilegiados de aquellos que pasan su vida en banquetes y francachelas vestidos de uniformes de chorrera y condecoración, su vida cambia cuando todos se ven obligados a abandonar Europa perseguidos por la furia bolchevique.

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Es The Drums of Jeopardy magnífica serie B, policial de misterio y amenaza trufado de aromas góticos muy en la onda pulp de su momento, cuando inspectores y detectives daban cada dos por tres con enigmas sobrehumanos mientras recorrían callejas equívocas y mansiones encantadas según ordenaba la moda impuesta por el hoy olvidado Edgardo Wallace. Refinados crímenes, secuestros sádicos, gorros de piel de cosaco y un Mischa Auer con bigotillo y tímidos modales contribuyen a animar una acción de impecable ritmo, de aquellas que no dan tregua al agradecido espectador.

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Cine hecho de noche y niebla, con una fotografía hermosa y una puesta en escena precisa y sombría a la que poco, muy poco puede reprochársele. El profesor Karlov deviene arquetípico mad doctor, fabricante de gases mortales en una guarida provista de calabozos privados y sótanos de los que se inundan de agua a voluntad. Gusta de aparecer con el rostro iluminado desde abajo , lo que es recurso dramático siempre de agradecer, mientras lanza a menudo estentóreas carcajadas que le aportan una grandeza en el mal muy superior a la conseguida en sus  anteriores encarnaciones como Fu Manchú (de las que ya les hablé AQUÍ). Filme ejemplar, puro festín de pronunciado sabor años treinta, de los que dejan aquel regusto tan agradable en el paladar de cualquier enamorado de lo que ustedes, pipiolos, gustan llamar viejuno… a poco que puedan háganse un favor y no se la pierdan!

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Belphegor, el Fantasma del Louvre

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BELPHEGOR. Serie de televisión. Director: Claude Barma. Con Juliette Greco, René Dary, Francois Chaumette, Sylvie. Francia, 1965 

Estas últimas semanas han estado pasando en Canal Desván  una serie televisiva ejemplar que los más jovenzuelos entre ustedes, aquellos cuya infancia transcurrió en los años sesenta del pasado siglo, recuerdan sin duda con un eco de canguelo y de misterio, penúltimo avatar del folletín clásico -el último fue obra de Georges Franju, como pueden comprobar pinchando AQUÍ– retransmitido en España hacia 1966, anteayer como quien dice. Belphegor es obra en lo literario de don Arturo Bernède, folletinista canónico creador de otros héroes del género como el olvidado Judex.

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Comienza la acción de este telefilme insólito, de más de cuatro horas de duración, en el marco de un París presentado como territorio feérico, donde una visita al Rastro conduce sin que se sepa muy bien cómo hasta el refugio de un anciano que atesora noticias insólitas de hechos inexplicables metiditos los recortes de prensa en latas de conserva precintadas: inmejorable prólogo para introducirnos en un mundo paralelo semejante al cotidiano, trascendido por el  misterio y prodigio.

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Y es que a estas alturas ya deberían saber que en el universo del folletín toda apariencia es engaño y toda realidad prosaica posee una cara oculta que la desmiente. Así, desfilan en El Fantasma del Louvre una serie de personajes extraños en torno a un espectro negro, vacío, hierático y sin rostro que aparece por las noches en la sala del museo que alberga la estatua del olvidado dios Belphegor. Como es de rigor, el fantasma surge y se desvanece sin dejar rastro, matando de paso a algún que otro guardia nocturno y recibiendo como si tal cosa impactos de bala que le dejan tan pancho.

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Noche encantada, sombras huidizas que convierten al recinto en mausoleo encantado poblado por divinidades muertas y hombres aterrados frente a una ciudad que mostrada en sus aspectos más realistas y cotidianos, los sótanos del Louvre albergan espacios insospechados donde los descendientes de los Rosacruces ejercen oscuros rituales encaminados a obtener el secreto de la piedra filosofal. Y es que la escultura de Belphegor, descubrimos poco a poco, está hecha del Metal de Paracelso, materia mágica empapada de misterio y radioactividad que solo los ojos del Fantasma son capaces de descubrir.

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Espectro que no es sino marioneta en manos de una secta sin escrúpulos gobernada por Lady Gramófono, vieja solitaria jefa de bandidos y criminales víctima con el tiempo de su propia maldad. Un enamorado que duda entre dos mujeres, una señora de esas que llaman fatal encarnada por la musa existencialista Juliette Greco, un espectro de figura tenebrosa y rostro de cuero que pone los pelos de punta en cada una de sus contadas apariciones, un comisario de policía y un romance imposible jalonan canónicamente la acción.  

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Escenas gloriosas, como las de Belphegor incandescente lanzando rayos por los ojos, alternan con vulgares pérdidas de tiempo encaminadas a dilatar sin más la acción, recurso y vicio habitual del género. Ciudad cotidiana contrapuesta a la realidad nocturna de crimen y misterio sobrenatural, vulgares calles comerciales cuyo reflejo inverso es ese subsuelo donde se ventilan secretos alquímicos y magias oscuras, muchachas que sometidas a rituales malignos devienen radares humanos capaces de catalizar la energía descubierta por los antiguos babilonios: feliz cúmulo de disparates narrados con parsimonia y frialdad, como si de un filme casi de Antonioni se tratara.

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Largos diálogos, muy literarios, entorpecen algo un ritmo por lo demás impecable. Acción loca disfrazada de cuerda su devenir es lineal, sin ramificaciones: en este sentido son las series de hoy, con sus continuos cambios de escena, sus varios hilos argumentales simultáneos y sus distintas líneas de acción, mucho más folletinescas que Belphegor por paradójico que parezca. No en el tema, desde luego, pero sí en sus formas. Pequeño inconveniente, si se quiere, que no invalida la magia que hoy continúa trasmitiendo este serie modélica, testimonio de lo que pudo ser una televisión europea hija gloriosa de sus más estrambóticas raíces, antes de que la cosa esta de la globalización lo echara todo a perder…  

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Los inicios del terror cañí

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1969. Anteayer, como quien dice; una fecha, en todo caso, casi indigna, por reciente, de aparecer en este Desván. Toca pues lo primero pedirles perdón por traer asuntos que cuentan tan solo con cuarenta y cinco años de antigüedad. Y luego justificarse: si viene hoy a visitarnos Dossier Negro es por tratarse del tebeo de miedo que inaugurase la ola de terror cañí que recorriera los kioscos en sus adorados -y mis execrados- años setenta. Y en esta casa la cosa de las raíces y los orígenes nos gusta más que comer con los dedos, ya lo saben ustedes.

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Publicado en aquel feo formato de «taco», con ciento veintiocho páginas de Novela Gráfica para Adultos (como los soso tebeos de ahora, solo que más baratos y con menos pretensiones), contenía el Dossier Negro de 1969 material de agencia, obra en su mayoría de autores de por aquí, que practicaban un terror macabro de tripa y degollina sin apenas atisbos de sobrenatural. Normal, en un país amamantado por El Caso y otros mefíticos periódicos de sucesos. Las portadas de Martí Ripoll aportaban entonces un aire de novedad que no tardaría en ser imitado hasta la náusea.

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Psicópatas, Poes enfermizos, niños muertos, jeringas, dentelladas, crímenes atroces salpimentaban sus páginas. Más tarde, de la mano de la misma editora, comenzarían a publicarse las historietas americanas de Warren en títulos como Vampus y Rufus y aquello ya fue el acabóse: siguiendo su estela cien mil y un subproductos poblaron los kioscos de sangre, mal gusto y atentados estéticos. A los que el tiempo, mira por dónde, ha acabado por otorgarles una gracia que en su origen para nada tenían…

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Midnight Faces

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MIDNIGHT FACES  – Director: Bennett Cohen. Con Francis X. Bushman Junior, Jack Perrin, Kathryn McGuire, Charles Belcher. USA, 1926

Menos mal que todavía quedan algunos ricachones que contra lo que manda su condición son personas de gusto refinado, sostén del género gótico que tanto regocijo nos hace pasar. Más que en Marbella, Miami, Mónaco o cualquier otro lugar atroz, tales sujetos saben que en ningún sitio luce más una mansión que en medio de un páramo, aislada en arrecife o medio sepultada entre pantanos. Es el caso del difunto millonetis de este filme, que lega un caserón a su heredero en el mismo corazón de las marismas de Florida. Allá que viaja a tomar posesión el apuesto joven, sin sospechar la que le espera.

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   Edificio de tres pisos y guardilla, de muebles amortajados en sus fundas, solitario, hosco y concurrido por una fauna peculiar: un criado asustadizo a quien se le aparecen todos los fantasmas, una mocita bella destinada a ser raptada, un paralítico felón en silla de ruedas, dos siniestros criados, una figura embozada de capa y sombrero que deambula  de cuarto en cuarto y hasta un chino de batín, gorro y coleta escapado de alguna película de Fu Manchú.

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Old Dark House canónica de tesoro oculto y espectro de pega, en la que como toca todos los personajes se dedican a mirarse de reojo entre candelabros, pasillos y armarios llenos de momias mientras las paredes se abren y dejan escapar feroces garras y ojos acechantes. Exhibe Midnight Faces los justos alardes de lenguaje, ni uno más, algunos toques de comedia y un planteamiento tan convencional como capaz de satisfacer a cualquier amante de goticismos y chistes tontorrones.

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Todo muy visto hoy, sí, pero no tanto en 1926 cuando se rueda y estrena este filme modesto y honrado, con chicas amordazadas, negros bobalicones y señores de bombín. Más que suficiente para hacer perder a su Abuelito la poca objetividad que todavía conserva…

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