Ya lo proclamaba en 1978 desde Río de Janeiro aquel pillastre de Ronald Biggs junto a unos descabezados Sex Pistols: nadie es inocente. Y menos aún quien se dedica a desbastar conciencias, sea pedagogo, instructor o maestro. Suyo es el deber de aleccionar, actividad necesaria pero nada inocua, ni siquiera cuando la criatura humana apenas ha pasado de bebé. Vean por qué lo digo.
Los silabarios eran como la cartilla escolar, los cuadernos Rubio o cualquiera que sea hoy su equivalente: el instrumento escogido para que la virginal mente del crío fuese aprendiendo a leer y de paso se enterase de cómo es el mundo que le aguarda. Estos que les presento son del último tercio del siglo XIX, era poco dada al eufemismo, muy lejana de la corrección política actual. Capturen la imagen, amplíenla y obtendrán un bonito fondo de pantalla para sus monitores.
Ya lo ven, entre lo crudo, lo cotidiano y lo extravagante oscila la cosa. Con la S, suicidio, con la F, fusilado, con la A, arca de Noé, y con la Ñ, ñiquiñaque. Entreténganse en mirar las imágenes: todas parecen trascender su significado primero.
Querella, ruina, hospital, usurero, ñengahibas, demonio: elección de palabras acerada y extravagante. Las clases sociales, los prejuicios, las categorías, la autoridad, el premio a la obediencia y el castigo al insumiso, el aprendizaje de la paciencia, el lugar de cada cual: el Orden en la Vida expresado como quien no quiere la cosa en cuarenta y seis viñetas. Y en otros tantos pareados no menos regocijantes y asombrosos…