THE DRUMS OF JEOPARDY. Director: George B. Seitz. Con Warner Oland, Mischa Auer, Clara Blandick, June Collyer. USA, 1931
Anda el ojo tan acostumbrado a catar fotograma que a menudo nada más empezar un filme ya sabe él solito si la experiencia va a merecer la pena. Aparece tras preciosos títulos de crédito un señor entre erlenmeyers y probetas, respirando vapores mefíticos, ataviado de lucida máscara de gas e instalado entre potentes aparatos de los que dan chispazos y arcos góticos de los que tanto gusta cualquier científico que se precie: siendo como es de los años treinta, con semejante comienzo la película NUNCA puede ser mala!
Si además el rostro tras la máscara pertenece a Warner Oland, aquel emigrante sueco llegado a Norteamérica para vivir existencia de chino impostando a Fu Manchú o Charlie Chan, el interés del cinéfago está más que asegurado. No digamos cuando la cámara nos revela que el nombre del personaje es nada menos que Boris Karlov!!… un adicto como yo al cine de penumbra y telaraña no puede sino estremecerse de puro gusto.
Vive el buen doctor Karlov en la Rusia presoviética, y esa es la raíz de sus males: su cándida hija es burlada por un aristócrata calavera, lo que le conduce al suicidio. Karlov, muy enfadado como es natural, jura venganza sobre el culpable; como no sabe exactamente quién es, uno a uno irán muriendo todos los hombres del clan enemigo. Le ayuda en tal menester una maldición familiar de aquellas que solo las clases altas pueden permitirse, relacionada con las cuentas de un collar que señalan cada uno de los asesinatos. Plebeyos contra privilegiados de aquellos que pasan su vida en banquetes y francachelas vestidos de uniformes de chorrera y condecoración, su vida cambia cuando todos se ven obligados a abandonar Europa perseguidos por la furia bolchevique.
Es The Drums of Jeopardy magnífica serie B, policial de misterio y amenaza trufado de aromas góticos muy en la onda pulp de su momento, cuando inspectores y detectives daban cada dos por tres con enigmas sobrehumanos mientras recorrían callejas equívocas y mansiones encantadas según ordenaba la moda impuesta por el hoy olvidado Edgardo Wallace. Refinados crímenes, secuestros sádicos, gorros de piel de cosaco y un Mischa Auer con bigotillo y tímidos modales contribuyen a animar una acción de impecable ritmo, de aquellas que no dan tregua al agradecido espectador.
Cine hecho de noche y niebla, con una fotografía hermosa y una puesta en escena precisa y sombría a la que poco, muy poco puede reprochársele. El profesor Karlov deviene arquetípico mad doctor, fabricante de gases mortales en una guarida provista de calabozos privados y sótanos de los que se inundan de agua a voluntad. Gusta de aparecer con el rostro iluminado desde abajo , lo que es recurso dramático siempre de agradecer, mientras lanza a menudo estentóreas carcajadas que le aportan una grandeza en el mal muy superior a la conseguida en sus anteriores encarnaciones como Fu Manchú (de las que ya les hablé AQUÍ). Filme ejemplar, puro festín de pronunciado sabor años treinta, de los que dejan aquel regusto tan agradable en el paladar de cualquier enamorado de lo que ustedes, pipiolos, gustan llamar viejuno… a poco que puedan háganse un favor y no se la pierdan!