Archivo mensual: marzo 2014

Belphegor, el Fantasma del Louvre

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BELPHEGOR. Serie de televisión. Director: Claude Barma. Con Juliette Greco, René Dary, Francois Chaumette, Sylvie. Francia, 1965 

Estas últimas semanas han estado pasando en Canal Desván  una serie televisiva ejemplar que los más jovenzuelos entre ustedes, aquellos cuya infancia transcurrió en los años sesenta del pasado siglo, recuerdan sin duda con un eco de canguelo y de misterio, penúltimo avatar del folletín clásico -el último fue obra de Georges Franju, como pueden comprobar pinchando AQUÍ– retransmitido en España hacia 1966, anteayer como quien dice. Belphegor es obra en lo literario de don Arturo Bernède, folletinista canónico creador de otros héroes del género como el olvidado Judex.

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Comienza la acción de este telefilme insólito, de más de cuatro horas de duración, en el marco de un París presentado como territorio feérico, donde una visita al Rastro conduce sin que se sepa muy bien cómo hasta el refugio de un anciano que atesora noticias insólitas de hechos inexplicables metiditos los recortes de prensa en latas de conserva precintadas: inmejorable prólogo para introducirnos en un mundo paralelo semejante al cotidiano, trascendido por el  misterio y prodigio.

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Y es que a estas alturas ya deberían saber que en el universo del folletín toda apariencia es engaño y toda realidad prosaica posee una cara oculta que la desmiente. Así, desfilan en El Fantasma del Louvre una serie de personajes extraños en torno a un espectro negro, vacío, hierático y sin rostro que aparece por las noches en la sala del museo que alberga la estatua del olvidado dios Belphegor. Como es de rigor, el fantasma surge y se desvanece sin dejar rastro, matando de paso a algún que otro guardia nocturno y recibiendo como si tal cosa impactos de bala que le dejan tan pancho.

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Noche encantada, sombras huidizas que convierten al recinto en mausoleo encantado poblado por divinidades muertas y hombres aterrados frente a una ciudad que mostrada en sus aspectos más realistas y cotidianos, los sótanos del Louvre albergan espacios insospechados donde los descendientes de los Rosacruces ejercen oscuros rituales encaminados a obtener el secreto de la piedra filosofal. Y es que la escultura de Belphegor, descubrimos poco a poco, está hecha del Metal de Paracelso, materia mágica empapada de misterio y radioactividad que solo los ojos del Fantasma son capaces de descubrir.

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Espectro que no es sino marioneta en manos de una secta sin escrúpulos gobernada por Lady Gramófono, vieja solitaria jefa de bandidos y criminales víctima con el tiempo de su propia maldad. Un enamorado que duda entre dos mujeres, una señora de esas que llaman fatal encarnada por la musa existencialista Juliette Greco, un espectro de figura tenebrosa y rostro de cuero que pone los pelos de punta en cada una de sus contadas apariciones, un comisario de policía y un romance imposible jalonan canónicamente la acción.  

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Escenas gloriosas, como las de Belphegor incandescente lanzando rayos por los ojos, alternan con vulgares pérdidas de tiempo encaminadas a dilatar sin más la acción, recurso y vicio habitual del género. Ciudad cotidiana contrapuesta a la realidad nocturna de crimen y misterio sobrenatural, vulgares calles comerciales cuyo reflejo inverso es ese subsuelo donde se ventilan secretos alquímicos y magias oscuras, muchachas que sometidas a rituales malignos devienen radares humanos capaces de catalizar la energía descubierta por los antiguos babilonios: feliz cúmulo de disparates narrados con parsimonia y frialdad, como si de un filme casi de Antonioni se tratara.

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Largos diálogos, muy literarios, entorpecen algo un ritmo por lo demás impecable. Acción loca disfrazada de cuerda su devenir es lineal, sin ramificaciones: en este sentido son las series de hoy, con sus continuos cambios de escena, sus varios hilos argumentales simultáneos y sus distintas líneas de acción, mucho más folletinescas que Belphegor por paradójico que parezca. No en el tema, desde luego, pero sí en sus formas. Pequeño inconveniente, si se quiere, que no invalida la magia que hoy continúa trasmitiendo este serie modélica, testimonio de lo que pudo ser una televisión europea hija gloriosa de sus más estrambóticas raíces, antes de que la cosa esta de la globalización lo echara todo a perder…  

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Los inicios del terror cañí

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1969. Anteayer, como quien dice; una fecha, en todo caso, casi indigna, por reciente, de aparecer en este Desván. Toca pues lo primero pedirles perdón por traer asuntos que cuentan tan solo con cuarenta y cinco años de antigüedad. Y luego justificarse: si viene hoy a visitarnos Dossier Negro es por tratarse del tebeo de miedo que inaugurase la ola de terror cañí que recorriera los kioscos en sus adorados -y mis execrados- años setenta. Y en esta casa la cosa de las raíces y los orígenes nos gusta más que comer con los dedos, ya lo saben ustedes.

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Publicado en aquel feo formato de «taco», con ciento veintiocho páginas de Novela Gráfica para Adultos (como los soso tebeos de ahora, solo que más baratos y con menos pretensiones), contenía el Dossier Negro de 1969 material de agencia, obra en su mayoría de autores de por aquí, que practicaban un terror macabro de tripa y degollina sin apenas atisbos de sobrenatural. Normal, en un país amamantado por El Caso y otros mefíticos periódicos de sucesos. Las portadas de Martí Ripoll aportaban entonces un aire de novedad que no tardaría en ser imitado hasta la náusea.

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Psicópatas, Poes enfermizos, niños muertos, jeringas, dentelladas, crímenes atroces salpimentaban sus páginas. Más tarde, de la mano de la misma editora, comenzarían a publicarse las historietas americanas de Warren en títulos como Vampus y Rufus y aquello ya fue el acabóse: siguiendo su estela cien mil y un subproductos poblaron los kioscos de sangre, mal gusto y atentados estéticos. A los que el tiempo, mira por dónde, ha acabado por otorgarles una gracia que en su origen para nada tenían…

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