
Tal vez los menos enfermos de celuloide entre ustedes no sepan así, de primeras, quién es este señor Stanley Ridges. Ilustre secundario de Hollywood, si quieren saber más de él váyanse a imdb y otras páginas semejantes, que bastante larga ha salido esta entrada para encima andar incrementándola. Yo lo traigo hoy al Desván por ser estrella de uno de los ciclos de cine de miedo más desconocidos de los años treinta y cuarenta, un subgénero olvidado, el de las Almas Errantes.

Espíritus inquietos que se resisten a morir, y que de una u otra forma se posesionan del cuerpo de un vivo obligándole a matar, porque tales almas pertenecen, invariablemente, a asesinos sin piedad…. De productora en productora, sin protagonista fijo, cinco realizaciones con este argumento se repiten a lo largo de algo más de diez años. El meollo, pese a lo múltiple de sus formas, es siempre el mismo. Y sus modos fílmicos, también.

Horror que desdeña las sombras góticas, precisamente cuando atraviesan su época de mayor auge. Historias de ultratumba contadas según las claves icónicas del cine negro, que anticipan con su naturalismo fantástico el próximo ocaso de los monstruos. Referencias que traen ecos del mundo de espiritistas, médiums y videntes, tan del gusto de San Tod Browning en sus años mudos. Como aquellas, también esas películas tienen componentes enfermizos, derivados de un sentido del miedo que tiene mucho que ver con lo religioso, asunto que toca entresijos muy profundos y es capaz de despertar terrores atávicos.

La más mentada entre ellas, qué duda cabe, es Black Friday (1940), una producción de la Universal que se anuncia protagonizada por Karloff y Lugosi al alimón, cuando en realidad el pobre húngaro apenas aparece y la verdadera estrella es el ninguneado Stanley Ridges. Soberbiamente fotografiada, con uso dramático de las sombras y perfecto ritmo narrativo, está dirigida por Arthur Lubin, un hombre curtido en la serie B que ese mismo año realiza otras cuatro títulos más, antes de firmar para la productora la fallida adaptación de El fantasma de la Ópera (1943) protagonizada por Claude Rains. El guión es de Curt Siodmak, un señor que no debiera necesitar presentación puesto que es el escritor que se halla detrás de de más de dos docenas de clásicos del fantástico, entre otros El Hombre Lobo (1941) y El cerebro de Donovan (1953). Toda una garantía.

Un comienzo impactante, en el que Boris es conducido a la silla eléctrica, da lugar al flash back que constituye la acción. El poseso es aquí un pacífico catedrático de literatura –Stanley Ridges– quien víctima de un accidente de tráfico es intervenido por Karloff. Para salvarle la vida, éste le injerta parte del cerebro del gánster conductor del auto que le atropelló. Cuando al poco tiempo el mad doctor se entera de que el finado bandido mantenía oculto el botín de sus fechorías, se dedica con ahínco a intentar despertar su alma, trasplantada al cuerpo de Ridges con el trozo de encéfalo.

El proceso de posesión comienza paulatino hasta que se da la metamorfosis total, sobria, indicada por pequeños gestos que magistralmente componen un personaje completamente diferente bajo el mismo físico. Mutado en durísimo criminal, el bondadoso profesor elimina a sus antiguos compinches, entre los que se incluye un Bela Lugosi a punto de comenzar su particular descenso a los infiernos de las infraproductoras de Hollywood.

Karloff repite un personaje que durante estos años se le ofrece sin parar, el de científico extraviado y ambicioso. Puro arquetipo, su caracterización es maestra, aunque el auténtico recital interpretativo corre a cargo del habitualmente secundario Stanley Ridges, bordando un papel que le permite lucirse a gusto. Sabiamente, con gesticulación contenida y mirada de desamparo, transmite al espectador toda la perplejidad y horror de su situación, hasta que en el más puro estilo Mr. Hyde culmina las cada vez más frecuentes visitas del espíritu invasor. Perfecta mezcla entre el tono de serie negra y el terror macabro, Black Friday deviene título canónico, canto de cisne del fantástico de la Universal y de la buena estrella del infeliz Lugosi.
Un género semejante, que no precisa apenas trucos ni maquillajes y es susceptible de ser filmado en cualquier escenario sin gastos extra, forzosamente tiene que atraer a las productoras más humildes. La última vuelta de tuerca al tema corre a cuenta de Republic Pictures, la más rica entre las productoras pobres. En inusual alarde presupuestario se contrata para protagonizarla a Stanley Ridges, que repite el papel que tenía en Viernes Negro y se convierte así en la estrella del subgénero. Exploitation facturada sin disimulo alguno, The phantom speaks (1945) tiene la fortuna de estar dirigida por John English, uno de los Reyes del Serial, capaz de insuflar vida contra viento y marea a cuanto trozo de celuloide se le ponga por delante.

Ridges, familiariado con el personaje, es una especie de médium empeñado en contactar con el Más Allá. No se le ocurre mejor cosa que intentar una comunicación psíquica con un criminal al que van a matar en la silla eléctrica en el momento de su ejecución, con las consecuencias que cabe imaginar. El fantasma del gánster se le aparece cada dos por tres; merced a su superior fuerza de voluntad, hace suyo el cuerpo del infeliz vidente y cumpliendo con la costumbre de estos espíritus errantes, se lía a matar a cuantos intervinieron en su arresto y condena.

Hecha sin concesiones, el espíritu malo es aquí un verdadero sádico, casi un monstruo que por un pelo no estrangula a una dulce pequeña de rubios tirabuzones. English, apoyado en la interpretación firme y pulida de Ridges, mantiene durante toda la película un tono de tensión y fatalismo que vienen como anillo al dedo a una historia no por conocida menos macabra. Y hasta estremecedora, que las apariciones del espectro hacen de este Phantom speaks la más cercana al terror puro de cuantas películas componen este ciclo de Almas Errantes, valioso e ignorado, que nunca resucitó desde que el abismo lo tragara…
