Archivo mensual: septiembre 2013

Il demonio

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IL DEMONIO. Director: Brunello Rondi. Con Daliah Lavi, Frank Wolff, Anna Maria Aveta, Dario Dolci. Italia, 1963

Menudo mal cuerpo traigo después de ver esta obrilla maestra. Y eso que es moderna, de 1963, aunque lo que sale bien podría pertenecer al siglo XII. O al XII de antes de Cristo, lo mismo da. Cuenta un suceso de brujería y endemoniamiento; retrata un mundo real trascendido, incomprensible, despóticamente gobernado por lo invisible. Está entre nosotros y se compone de delirios católicos y resabios paganos, universo donde los hombres son esclavos siempre dispuestos a dejar pisotear su dignidad. Ya se lo he avisado: se me ha puesto un humor muy raro, que no este filme al uso en ninguno de los sentidos.

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 Para empezar, no está basado como es norma en una novela, un relato o cualquier otra ficción. No, se inspira nada menos que en una investigación antropológica realizada en el sur de Italia -nuestro semejante- a finales de los años cincuenta. En ella estaba incluida la historia de una bruja, triste, pobre y desdichada como cuantas han sido, sórdida como pocas, atosigante. Tanto más porque aquí la cámara actúa como notario registrando fríamente hechos, como el espejo al borde del camino que decía el francés del síndrome aquel. Sucesos que incluyen un exorcismo, varias hechicerías, rituales extraños y terrores de estampita, más eficaces que nunca al estar rodados sin alharaca alguna.

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Esas casas viejas encaladas, de paredes rugosas adornadas de alguna herramienta, un cesto, dos azadas y estampas de cristos sangrantes, vírgenes extáticas y santos llagados; hechas de una miseria centenaria, de toneladas de ignorancia, de mil y un rituales tendentes a dominar unas fuerzas invisibles prestas siempre a interferir la existencia. Procesiones, rezos colectivos, penitencias grotescas, iconografías dolorosas de puro crudas, de las que nos muerden porque las sentimos muy recientes, como de aquí al lado. Ahítos de ignorancia y empapados en superstición, lo de menos es que sea el cura, el fraile o el santón quien guíe las ovejas. El demonio es el que en realidad domina a todos ellos.  

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En ese mundo que es el nuestro y no lo es vive Puri, una chica caliente y desdichada, analfabeta y bruja, que hace sortilegios de amor con tijeras, con cenizas, con pelos, sangre y hostias consagradas, cosas de las que dan mucha grima.  Poseída por el fuego del anhelo marchito, deambula con los ojos desorbitados, convulsionándose, sufriendo exorcismos, andando al revés a cuatro patas como la niña de El exorcista. Puro sexo de la cabeza a los pies, carne palpitante consumida que no se doma ni con los palos que generosamente le atizan parientes y paisanos, que son precisamente los que dan más miedo en este filme, esa gente normal tan dispuesta siempre a reintegrar al díscolo al rebaño: el Mal con mayúscula.

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Rodada sin estridencias ni efectos, con encuadres de una sobriedad que escalofría en escenarios naturales sin disfraz alguno, con auténticos aldeanos ejerciendo de tales. Al frente, una prodigiosa Daliah Lavi, sensual y atormentada,  y el habitual del spaghetti western Frank Wolff. Un clásico desconocido del cine de miedo, si es que tal etiqueta le cuadra, de obligada proyección en toda catequesis que se precie…  

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Ingleses excéntricos

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Siempre me gustaron los ingleses. A ver si me entienden: no me refiero a los políticos, las damas de hierro, los militares o los hinchas de fútbol. Ni mucho menos a la moral puritana e hipocritona, ni ese cutis tan blancuzco y mantecoso. Amo las ficciones británicas, y amo sobre todo ese respeto y ese aprecio que seres tan convencionales han mostrado siempre por sus excéntricos. Que como ustedes sabrán y bien demostró Doña Edith Sitwell, son pródigos a lo largo de su historia.  

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Mi primer contacto con la excentricidad inglesa fueron los tebeos de IPC-Fleetway que por aquí trajo en cochambrosas condiciones ediciones Vértice. Ya se acuerdan: un gorila gigante mecánico e irascible llamado Mytek; un señor que esculpía en cera a fantásticos asesinos y les daba vida; un superhéroe plenamente gótico, orejudo como un gnomo y más feo que Picio; un caballero manco con prótesis metálica y gusto por los calambrazos; dos hermanos semi salvajes vestidos como trogloditas que pulverizan todos los records deportivos; un bicharraco extraterrestre que lo mismo es colosal que diminuto, de boca grande como un buzón; un robot sheriff de un pueblo del Oeste; un Barón Rojo que comanda murciélagos gigantes en la Primera Guerra Mundial… Un plantel de héroes bizarros que llenan los sesenta dinamitando cualquier concesión a la realidad.

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Más de una vez me pregunté si semejante despliegue de absurdos y gloriosas tontunas era cosa de una chispa espontánea o respondía a alguna tradición de la que por estos lares no teníamos ni idea. La respuesta está aquí, en esta serie de inigualables imágenes encontradas en ese infinito Desván que es la Red. Se trata de una revista de relatos ilustrados, que no tebeos, editada en los treinta y los cuarenta, The Skipper se llama. De temática absolutamente impagable, como ven: superhéroes viejunos que parecen el muñeco de Michelin, monos que conocen su buenaventura, robots cabecicubos que salen de las aguas, estatuas animadas, vaqueros blindados, vikingos sobre cetáceos… Aquellos mil y un disparates de las Selecciones Vértice tenían, pues, antepasados: sus creadores fueron amamantados con estas fantasías. ¿Cómo iban a salir de otra manera?

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Imágenes maravillosas, desde aquí pido perdón al señor que las colgara en un Flickr porque anciano y medio gagá como estoy, no recuerdo quién era para darle las gracias como corresponde…. ¡Que no! ¡Que ya lo he encontradoooo! Así que, don Everton Kelly, muchas gracias; y ustedes si quieren ver galerías de tebeos británicos de toda laya hasta que se les caigan los ojos, no duden en asomarse aquí:  http://www.flickr.com/photos/10440696@N02/sets/  ¡Ya verán qué ganas les entra a todos de haber nacido ingleses…!

La nave de los monstruos

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La nave de los monstruos. Director: Rogelio A. González. Con Lalo González «Piporro», Ana Bertha Lepe, Lorena Velázquez, Consuelo Frank. México, 1960

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Dicen que don André Breton, cuando visitó México allá por 1937, aseguró encontrarse en un país surrealista. A tanto no sé yo si llega la cosa, que está feo hablar sólo de oídas, pero que el cine de allí es altamente propenso al esperpento y la desmesura es cosa que no cabe poner en duda. De Buñuel a Federico Curiel, de Ripstein a Chano Urueta, de Luis Alcoriza a Gilberto Martínez Solares, todo es exceso, caricatura, humor feroz, deforme espejo, burlón descreimiento.

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Ha aparecido poco este cine por el Desván. Y no será porque no haya decenas de títulos del fantástico charro absolutamente memorables y dignos de admiración. Propósito de la enmienda hago, y les prometo ir reseñando por aquí en el futuro muchos más títulos del magnífico Mad Mex.

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Nada mejor para demostrarles lo que digo que empezar por esta pieza que tanto me ha alegrado este pasado fin de semana. Filme irresistible y representativo del desparpajo, sabiduría narrativa y perfecta eficacia es  una película como La nave de los monstruos. Harían mal en tomarlo a chufla, pues una cosa es tener, como tiene este filme, un sentido del humor rarísimo, bizarro y muy repopular, y otra muy distinta que te rías de lo mal hecho que está. No es el caso: aquí el resultado cuadra a la medida con las intenciones de sus autores, si eso no es conseguir hacer bien una cosa, que venga dios y lo diga.  Cual si una irreverente batidora se pusiera en marcha, todos los lugares comunes de la ciencia ficción de los cincuenta quedan reducidos a pulpa, grotesco reflejo de cuanto antes fueron.

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Con alegre desvergüenza desfilan ante los ojos del espectador, pasmado y agradecido, risibles monstruos de trapo, varias señoritas extraterrestres ligeritas de ropa, un robot de cartón piedra con bombilla en la testa, un marciano cabezón con cerebro al desnudo y hasta un cantante de rancheras que ejerce su oficio por los espacios cambiando sombrero charro por traje de astronauta. Si saben olvidar cualquier prejuicio y no les importa reírse hasta de su sombra no podrán menos que disfrutar con esta ejemplar parodia, que merced a su frescura y su candor alcanza cumbres de comicidad y desfachatez nunca antes vistas en la gran pantalla… 

Publicidad criminal

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Desde hace no sé ya cuánto, somos publicidad. Por lo menos todos los vivientes en el mundo occidental. El bombardeo condiciona nuestras mentes, las modela aunque sea para ir contracorriente, afecta nuestro modo mismo de pensar. Acostumbrados al resumen, al dato, al estímulo, segregamos saliva nos guste o no a toda hora del día.

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Y no me quejo, que signos de los tiempos los ha habido peores. Es más, como ustedes, hijos del pop como yo, hasta disfruto. De las aplicaciones hemos hecho categorías estéticas. Cada cual se complace como puede: a mí los heraldos del mundo de hoy me hielan la sangre. La televisión me da miedo. Así que puestos a digerir consejos, como dicen ahora esos seres melifluos que salen en la pantalla, prefiero hacerlo con los de antes. Sin duda.

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Y es que se ve que la cosa esta de los anuncios es como el vino, que o se agria o se vuelve mejor con los años. Yo no creo que la publicidad mejore con el tiempo, lo que pasa es que tan incrustada en la sesera la llevamos, que es ver algo del pasado y creernos de nuevo a salvo en la felicidad del útero. ¿Por qué sino todos nos quedamos embobados mirando algo que antaño ni caso le hacíamos? Si hasta nos estorbaba, como ahora hace la de hoy…

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Fugaz y familiar como es el mundo del género, estos mensajes efímeros le van como anillo al dedo. Con cuatro frases y un dibujo sencillo suscitan el deseo, que es al fin y al cabo su misión. Y mienten poco, lo que se agradece. Placeres sencillos tan jugosos a veces como los mismos productos que pregonan.

Hala, a relamerse cual perro de Pavlov ante esta selección de los treinta y primeros cuarenta. Pulps que se anuncian a sí mismos, desde las páginas de La Novela Aventura, El Encapuchado, la Biblioteca Oro, Aventuras y detectives y otros pasados esplendores de lo amarillento…

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Grandes personas con Bigote: Bulldog Drummond

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¡Se acabó la buena vida, qué le vamos a hacer si no nacimos ricos…! De nuevo amarrados a la galera, a consolarse toca en los mundos desvanescos del papel amarillento y el rancio celuloide, que para eso repetirse es privilegio de viejos… Menos mal que ese es universo infinito y que siempre acoge bien a sus adictos, no como este nuestro tan enredado e ingrato…

Nada mejor para estrenar temporada que hacerlo con nuestra envidiada sección Grandes Personas con Bigote. Y aunque el de hoy no es persona, sino personaje, su mostacho luce con tanta gallardía que era imposible que no apareciese algún día por este rincón. Les presento, nietales, al abuelo de Jaime Bond, gloriosa criatura pulpesca de la década sagrada de los treinta, aquella en la que (casi) todo empezó tal como lo conocemos ahora; para todos ustedes… ¡¡Bulldog Drummond!!

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O John Howard, en el cine de los treinta, el caballero de ahí arriba. A ver, Abuelito, no te me líes y empieza las cosas por el principio, que si no no te va a entender ni la caridad cristiana… No sé si sabrán que este Bulldog es detective aficionado de aquellos de papel nacido tras la Primera Carnicería Mundial; que lo creó un señor llamado Cirilo McNeile (portador, a su vez, de espléndido bigote) en una serie de novelas policiales firmadas como Sapper que comienza con «El capitán Drummond» y sigue con «La banda negra«, «Otra vez Drummond» y un montón de títulos más que si se molestan, qué caray, pueden consultar pinchando AQUÍ.

Antiguo oficial del ejército de Su Majestad, Hugo «Bulldog» Drummond es perfecto gentilhombre, despreocupado, seguro de sí, alegre, vividor, adinerado, asesino en nombre del bien y criatura rebosante de joie de vivre. Lo contrario, pues, que el pobre inglés medio recién salido del trauma bélico justo para encontrarse con los negros nubarrones de un Imperio a punto de descomponerse. Héroe ante todo de acción, sus sencillas tramas, su aire aún folletinesco, sus enemigos inverosímiles, su afición a visitar los más variados escenarios y su carácter cien por cien británico le acreditan como antepasado directo de la creación de Ian Fleming tan popular entre ustedes. Bulldog tuvo tanta fortuna que vivió en papel y en celuloide, como 007; empezó en el cine mudo, fue encarnado por distintos actores enmostachados -Ronald Colman entre ellos- y alcanzó su cénit con el rostro de John Howard en una serie de ocho filmes facturados entre 1937 y 1939. Glorioso Cine Pulp apto para todos los paladares.

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De las novelas tal vez les hable otro día, en nuestra incipiente sección la Biblioteca del Moho. Toca hoy recomendarles los filmes que he visto, que de momento no son más que dos. El primero es de 1938 y se llama Bulldog Drummond en África… 

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Hay que ver la mala suerte de este Bulldog Drummond: sus películas siempre comienzan en su víspera de boda, ceremonia que invariablemente quedará frustrada por algún imprevisto criminal en cuya resolución le acompañará, le guste o no, su pequeña cohorte de acólitos, entre los que se cuenta su prometida Phyllis. Tal es lo que sucede en esta ocasión, cuando el secuestro de un sabio poseedor de una arma secreta que, como es acostumbrado, hará que la nación que la posea gane todas las guerras, obliga al paladín británico a emprender la persecución de los malvados.

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Se mueve Bulldog como pez en el agua entre los miembros de la Alta Sociedad; como corresponde a su clase, goza de un mayordomo viejo y cómplice -el delicioso y enjuto E. E. Clive– y de la amistad de un elegante botarate que se le pega como una lapa. Desgraciadamente en su incursión africana no visita el paladín las junglas de juguete que tanto gustan, sino el Marruecos español, donde todos los gendarmes hablan en castellano, sudan a la gota gorda y parecen suramericanos, entre moros de opereta y villanos de pura cepa colonial. Todo muy de mentiras, como debe ser.

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Mención aparte merece ese camaleón tan amado en el Desván que es J. Carrol Naish. Ejerce, cómo no, de malvado con perilla diabólica, cínico, cortés y despiadado, capaz de brindar a la salud de sus víctimas poco antes de complacerse en permitir que uno de sus leones las mordisquee hasta la muerte. Vive en un cómodo refugio morisco, rodeado de fieras y acompañado de sus colegas, todos ellos felones del más alto nivel. Todo, como ven, dentro del más estricto mundo del género, cuyos códigos no osa trascender en lo más mínimo. Ni falta que le hace, por supuesto.

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Bulldog´s Drummond secret police. Director: James P. Hogan. Con John Howard, Leo G. Carroll, E. E. Clive, Heather Angel. USA, 1939

Si la anterior es aventura exótica, esta de la Policía Secreta es cuento gótico, otro de los subgéneros que estoy seguro todos ustedes aprecian como se debe. Transcurre en la mansión del propio Bulldog, el castillo de sus antepasados recorrido por descontado por túneles, pasadizos ocultos y catacumbas que esconden, cómo no, un tesoro enterrado. Atmósfera de sombras furtivas, vidrieras emplomadas, candelabros en ristre y damas que se desmayan y piden sus sales: todo muy familiar y por eso mismo la mar de reconfortante. Como el villano de turno, de nuevo excelso gracias al físico perturbador del gran Leo G. Carroll.

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Y es que nadie espere encontrar en estos filmes novedad alguna. Ni falta que les hace, les decía: una narrativa ágil como pocas se encarga de limpiar el aroma a naftalina que infortunadamente posee a otras series similares, las de El Halcón, Mr. WongLa Sombra o la profesora Hildegarde Whiters, con las que amenazo darles la tabarra cualquier otro día. Fotografía, encuadres, interpretaciones, todo es tan impecable como la elegancia y apostura del propio héroe. Y es que no son estos filmes ni ambrosía ni pestífero yantar, sino pitanza de la cotidiana, sencilla y exquisita, no por conocida menos agradable, refrescantes como el primer trago de cerveza. Gloriosos monumentos a la tan necesaria intrascendencia. Lo que paradójicamente les asegura el recuerdo y hasta la inmortalidad, mira por dónde…

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