Archivo mensual: febrero 2013

El jardín secreto

Secret Garden

THE SECRET GARDEN

Director: Fred McLeod-Wilcox. Con Margaret O´Brien, Elsa Lanchester, Dean Stockwell, Herbert Marshall. USA, 1949

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Me suelen gustar estos filmes que no son fantásticos y sí lo son, que no son de miedo y sí lo son, que no son góticos y acaban por serlo más que ningún otro. Y si tratan del paraíso y la pesadilla de la infancia, mejor que mejor. Tema peliagudo que en raras ocasiones cuaja bien -pienso en las ejemplares La maldición de la Mujer Pantera o La noche del cazador-; hombre, este Jardín secreto no llega a su altura, pero resulta a veces tan sugerente como aquellas obras maestras. Cuento gótico antes que nada, que respeta todos y cada uno de los amados lugares comunes: mansión hecha de sombras donde una joven -una niña aquí- pasea perdida candelabro en mano; crímenes añejos, funestas sospechas, llantos y voces en la noche, lacayos y señores de atormentada crueldad.

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Margaret O´Brien, huérfana y con doce añitos, marcha desde la India a vivir a la soltaria mansión de su tío, llena de torreones, oscuridad y misterios. Nuestra actriz infantil predilecta se encuentra allá perdida en medio de personajes hostiles encarnados por un reparto de quitar el hipo: la novia de Frankenstein Elsa Lanchester componiendo su habitual papel de risueña chiflada; el niño prodigio Dean «Kim» Stockwell haciendo de paralítico, muchos años antes de ponerse a cantar como un pervertido en la moderna Terciopelo azul esa que les gusta tanto; Herbert Marshall, el del rostro eternamente grave, como señor cuasi vampírico del castillo; y hasta el gran George Zucco ejerciendo de ángel bueno, al revés de lo que nos tiene acostumbrados.

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Canónico cuento gótico, ya digo, donde del candelabro a los corredores inmensos y voraces, de la casa en los pantanos al paisaje de madera y escaleras, todo deviene elemento narrativo. Deambula Margaret por la mansión conociendo a otros niños frágiles y tristes, infelices como las criaturas del dibujante Edward Gorey. Un enorme jardín de setos recortados, claramente Otro Mundo laberíntico y versallesco, dará la clave a los infantes para culminar con éxito su peripecia. Un viaje iniciático -de la India a Inglaterra, del lecho de enfermo al exterior, de la tiniebla a la luz como está mandado- en el que deberán apurar hasta el fondo la copa de hiel antes de volver a nacer transformados en un nuevo ser.  

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Y es que en los mejores momentos este Jardín deviene onírico y hasta metafísico, permitiendo una suerte de lectura oculta por elemental que sea, un poco como en aquel precioso cuento de H. G. Wells, La puerta en el muro, en el que el protagonista traspasó una vez una puerta que daba paso al paraíso, sin poder nunca más volver a encontrarla. También aquí la clave de la salvación la da un jardín abandonado y renacido tras diez años cerrado a cal y canto, único espacio en que el color estalla haciendo aún más oscuras las amenazadoras sombras precedentes. Cuervos, zorros, animales que allí casi hablan con las personas, conexión con el alma de la naturaleza que acompaña toda gnosis, toda revelación. 

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Historia de pecado, purga y redención contada con la adorable estética expresionista del cine de terror clásico, no es El jardín secreto filme absolutamente redondo al no conseguir  mantener del todo el aliento mágico que la historia requiere. Del todo, he dicho: no por eso deja de respirarse durante buena parte del metraje -lo que en sí es ya un prodigio-, por más que un final feliz algo precipitado haga fácil concesión al empalago y el lagrimón, fuera de lugar en historia tan excelsa. Delicatessen más que recomendable, desde luego, sobre todo para aquellos que van al cine intentando atisbar en las pantallas retazos de aquella Otra Realidad siempre tan esquiva…

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Elogio del refrito

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Lo confieso, como podrían hacerlo a buen seguro muchos de ustedes: amo lo abyecto. Esto de la cultura popular y sus entresijos es, nietales, como la cosa de las drogas: se empieza interesando uno en lo más selecto de la misma, estéticas y temas que no ofenden al buen gusto, y que hasta cuentan con el beneplácito de críticos y estetas de los serios.  Se sigue investigando y casi sin darse cuenta, comenzando a apreciar todas las excrecencias, las rarezas, aquellos frutos que no son sino torpe remedo, repetición incesante, religiosa, del lugar común.

Y se acaba, sobrepasada cualquier prudencia, por estimar, buscar y hasta gozar de aquellas parcelas en donde uno, al principio, no osaba ni poner sus pies: los tebeos que se saben malos a rabiar, las portadas adocenadas de los bolsilibros, la literatura de refrito, el cine demente por pésimo que sea su resultado. La basura se ha infiltrado en las venas y ya no es uno capaz de mantener su sano juicio: devora cuanto producto de décima fila se ponga ante sus ojos, y encima, ay, disfruta como un cosaco, que ya se sabe que el placer, si  culpable, es doble.

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Empieza uno, como a fumar, con un consumo responsable, acotando su interés a  determinadas épocas, estilos, escuelas gráficas o productos determinados, sea el cine de miedo clásico, los cromos de los cincuenta o las cubiertas de los pulp de los años treinta, y acaba pasado el tiempo convertido en un puto yonqui de la subcultura, empapusándose lo que antes aborrecía con tal de meterse algo al cuerpo: casi ni se conoce al mirarse al espejo. Y sin embargo, en ese regodeo en estéticas atroces, en temas mil veces conocidos, en realizaciones conscientemente minúsculas, aflora el placer, y no menor precisamente.

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Y si no lo creen, mírenme a mí: estragado por completo el gusto tras tantos años de atizarse subproductos, he terminado por preferir lo pésimo a lo mediocre, con tal de que contenga algo de la chispa que originalmente alumbró lo que parecía simple afición. Si no, de qué les iba a traer al Desván una cosa de 1985, hace un rato como quien dice, acostumbrados como están a que el Abuelito trafique sólo con material añejo y de primera. Ahora, que no me dirán que todas estas imágenes no tienen su encanto…

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Depravado, sí, pero encanto: semejante recua de monstruos de tercera, de los que hasta dibujados parecen más de trapo que de carne y ectoplasma, es capaz de desarmar con su sinceridad, su modestia y sus colmillacos a cualquier degustador de tontunas fantásticas como quien les habla. O como muchos de ustedes, seguro. Así que no les queda sino excusar al Abuelito, que esta vez ha sido incapaz de contener sus desviados instintos y les ha traído sobredosis del mal gusto que caracteriza lo moderno.

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Alucine, ese precioso nombre que evoca como la esencia misma del tebeo, mundos de drogadicción y festejo, la editó Bruguera a mediados de los ochenta, cuando el antaño gigante agonizaba en los kioscos perdida por completo su sintonía con un público que ya nada tenía que ver con el que siempre le dió de comer. Es la versión española de la teutónica Gespenster, de la que algún ejemplar he encontrado por el Desván y que aquí les muestro. Historietas de terror tontorrón, inmersas en el mundo del tópico, coloreadas de forma atroz e ilustradas rutinariamente por un montón de dibujantes buena parte de ellos españoles (que siempre fuimos y, ay, seremos, mano de obra barata para los amos de Europa): Miguel Quesada, Tomás Marco, Fulgencio Cabrerizo, Félix Más, Joaquín Blázquez y otros honrados proletarios de la viñeta. En horas bajas, desde luego, por no decir algo peor: y sin embargo capaces de fascinar aún a los perversos amantes de la basura…

House of Horrors

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HOUSE OF HORRORS

Director: Jean Yarbrough. Con Rondo Hatton, Martin Kosleck, Robert Lowery, Virginia Grey. USA, 1946

Quiero suponer, ay, que a tales alturas todos ustedes saben quien fue el gran Rondo Hatton, aquel desgraciado periodista deportivo felizmente integrado en el american way of life, que un mal día al mirarse al espejo descubrió que sus orejas aumentaban de tamaño, que sus pómulos pugnaban por salir de su rostro, que nariz y labios habían tomado un camino independiente poniéndose a crecer sin ton ni son. Pasada ya la primera juventud, Rondo Hatton había contraído la acromegalia, un desorden glandular de lo más raro que hace, entre otras cosas, que a las diversas partes de la cabeza les dé por desarrollarse ellas solas, sin consultar al resto del cuerpo. Cuerpo que por su lado pone igualmente los huesos a crecer desparejos, amenazando con sobrepasar los límites de la carne y hacer que todo reviente.

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En semejante tesitura al bueno de Rondo no le cupo otra que abandonar el ejercicio del periodismo e intentar sacar beneficio del infortunio, así que aprovechando vagos contactos establecidos tiempo ha, se dirigió a Hollywood a ofrecerse como el Monstruo Humano que No Necesitaba Maquillaje. Un mundo del espectáculo menos remilgado que el actual le abrió las puertas: la productora Universal lo contrató, le puso un sombrerito viejo y  hasta creó para él una especie de personaje, habitante del mundo de sombras que tanto veneramos aquí. The Creeper lo bautizaron y sin continuidad apareció en varios filmes, de la Mujer Araña de Sherlock Holmes al que hoy traemos por estos pagos, que hacía ya demasiado que los Santos Horrores en blanco y negro no asomaban por el Desván.

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     Asomado a la ventana, Rondo ve pasar por la acera de enfrente a una mujer joven. Sale a la calle, la aborda y como quiera que ésta se lleve un buen susto, sin contemplaciones la abraza y le rompe la espalda. Desahogado, se vuelve tranquilamente para su casa. Es una escena de menos de un minuto de House of Horrors (1946) que resume perfectamente la esencia de sus películas. The Creeper mata a las mujeres que no podrá nunca poseer, pues como monstruo  no es capaz de reprimir sus frustraciones e instintos primarios. Esta Casa de los horrores es tal vez el mejor de sus títulos, una historia de sórdidos crímenes más siniestra que en otras ocasiones, con fotografía y puesta en escena que recuerdan los alardes góticos de los años treinta. Hatton es la estrella absoluta desde los mismos títulos de crédito, sobreimpresionados encima de su inconfundible silueta.

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    La dirige Jean Yarbrough, un todoterreno de las producciones baratas responsable de algunos títulos legendarios como El murciélago diabólico (1940) o King of the Zombies (1941). En este filme Hatton es rescatado de las aguas del Hudson por Martin Kosleck, un escultor despreciado por la crítica que se resiste a reconocer su genio. Kosleck es otro de esos actores de rasgos y modos inusuales de los que inevitablemente despiertan nuestro fervor. De físico reptilesco, con sus ojos fríos, boca grande y desdeñosa y una voz que más parece escupir que pronunciar las palabras, lo  recuerdo bien como el criado homosexual y asesino de Basil Rathbone en The mad doctor (1941), además de ser especialista en papeles de nazis sádicos: hizo varias veces de Dr. Goebbels, nada menos. Aquí es un escultor maldito, francés en Nueva York -extranjero por tanto-, bohemio, pobre, cubista y lleno de resentimiento hacia los ricos que forman el establishment del arte cuyo acceso le está vedado.

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El rostro del acromegálico le fascina de inmediato, actitud que el Ogro Humano agradece yéndose a vivir con él y matando a cuantos se atreven a escribir mal de las obras de su nuevo amigo, que no son pocos. Lógicamente los excluidos se reconocen y se alían; la amenaza surge una vez más de estos seres diferentes que se niegan, como ustedes o como yo, a ver la vida bajo el prisma adocenado de lo Normal.

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     Todo transcurre en el mundillo del arte, donde antes como ahora abundan las envidias y los superegos, con los artistas babeando por conseguir la bendición de los críticos, sacerdotes que les redimen integrándoles en la ortodoxia y concediéndoles así la posibilidad de vivir de su trabajo. Al atormentado, mísero y atraído por lo grotesco Kosleck se opone la contrafigura de Robert Lowery (un actor  de seriales inexpresivo y guaperas) que aquí hace de pintor disciplinado y tolerable, ilustrador realista del lado hermoso de la vida que triunfa comercialmente retratando pin ups, tiene novia, viste bien y trabaja en un estudio ordenado y luminoso, justo al revés que el pobre Kosleck.

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Aunque sólo fuese por este inusual marco de acción merecería House of Horrors eterno recuerdo. Si además es película cruda y algo sucia, con un Rondo mostrado desde todos sus desagradables ángulos y un ritmo narrativo envidiable, más que merecido tiene el lugar que ocupa entre los grandes clásicos menores. Bueno, menores al juicio de la crítica oficial, porque aquí siempre se les considerará excelsas cimas del cine de todos los tiempos…

El extravagante Señor Steeman

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¡Cof, cof, aichs… arrea, qué costipao!! Disculpen la tardanza, nietucos, en aparecer por estos lares, pero con estos achaques y estos insidiosos virus que se han empeñado en visitarme no he podido en días ni arrimarme al aparato este ni salir del lecho casi, casi…¡Aichs! 

Lamentos aparte, aprovecha uno la subida de temperatura para leer lo que puede, que mejor sabe la letra entre efluvios febriles. Tanto reposo me ha dado la idea de una nueva sección que hoy inauguro y seguirá sabe dios cuándo, dedicada a glosar apolillados escritores de los que no se acuerda nadie, de aquellos cuyos libros baratos iban antaño de mano en mano. Nuestra

Biblioteca del Moho 

presenta hoy desde Bélgica para todos ustedes al conspicuo

 Stanislas André Steeman

steeman02Muy popular fue desde los treinta a los sesenta este señor que ajeno a nosotros fuma tranquilamente su cigarrillo. Autor de decenas de títulos consagrados casi por entero al crimen, sus novelas se llevaron al cine, se vendieron como churros, se publicaron muchas de ellas incluso en España. El policial era como hoy género de moda cuando en los años treinta, cuando Steeman redacta y ofrece el grueso de su obra. Títulos apetecibles, semejantes a los que a montón llenan entonces librerías y kioscos, retablo de maravillas de a peseta con el reconfortante aroma de la naftalina.

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Bien supo Estanislao hacerse distinguir entre tanto cultivador de detectives y maleantes. Exhibe desde sus comienzos, cuando al alimón narraba con Herman Santini, de seudónimo Sintair, un estilo visual como pocos: maestro es en hacer que sus escenas se vean como por ensalmo. Del saloncito de mesa camilla con su tapete y su viuda a la iglesia en penumbra profanada por sacristán temblón y acojonado, del ambiente de casino de un pueblo que ciudad se quiere a la pensión vista como albergue zoológico, de la soledad de la noche en calle acechada por asesino al humo viejo y la madera amiga del tabernucho europeo, todo aparece plástico,  en palabras eficaces como brochazos ante los ojos.

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Amenidad, pues, ante todo, y cualidad muy Simenonesca también de trascender psicologías y escenarios. Y un sentido de la extravagancia pocas veces tan felizmente expresado. Steeman es ante todo un mentiroso, un burlador, un cínico. Hay que asumir desde un principio que entre tanto enigma irresoluto, Estanislao nos va a tomar el pelo. Es de aquellos hacedores de whodunits que sabes que de seguro saldrán con inverosímil pata de gallo para escapar del entuerto en que ellos mismo se han metido. Y sin embargo, siempre se le perdona.

Y es que un autor que se molesta en contar crímenes que muestran como sospechosos primero a un gigante, después a un enano y finalmente a un Hombre Simio, pues merece como mínimo nuestro respeto y nuestro perdón respecto a coherencias que devienen fruslerías.  Si además castillos, callejones en penumbra, olor a guisos de pueblo con el unto un punto rancio o ciudades nunca cosmopolitas son su habitual refugio, no queda sino rendirse e indagar.

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Lo que se encuentra no decepciona a quienes son amantes y cómplices del código genérico. Sabedor de sus estrechos límites, Steeman los burla con un humor hijo directo de la extravagancia de sus tramas. Asesinos de humo que no son dos sino uno, hermanos gemelos que no existen, criminales que matan muñecos, viejas criadas que ofrendan velas al diablo, pitecántropos que pronuncian discursos: nada es normal en su universo, por más que quieran serlo las reglas que lo rigen. Si su personaje, el comisario Wences -amigo del disfraz y la ironía- se infiltra en un hostal buscando extraños comportamientos, todos los huéspedes que encuentre los exhibirán; si hay una feria en los alrededores del castillo que visita, aparecerá sin falta un Hombre Mono a darle quehacer en sus horas libres; si decide ingresar a su sobrina en un internado, seguro que en poco tiempo un demonio asesino irrumpirá en el colegio de señoritas.

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Mi preferida es sin duda El misterio del Zoológico de Amberes, colosal gamberrada en la que intervienen el Eslabón Perdido, criatura llegada a Bélgica desde Borneo en jaula, un par de sabios medio locos y una deliciosa sinrazón que se apodera del texto página tras página para desembocar en delirio no por previsto menos disfrutable. Estilización máxima del tópico ejercida con desvergüenza de la más sana: una receta siempre agradecida por devoradores de ficciones como yo mismo, como los lepismas o como ustedes, a poco gusto que hayan cultivado…